Venezuela ha sido en estos últimos años la sede de una tragedia humanitaria. En Venezuela se ha instalado un gobierno que produjo una represión despiadada, que no registra antecedentes en América del Sur desde el regreso de las democracias en los ochenta.
Y Venezuela ha sido, además, un pantano para las fuerzas progresistas de la región, porque sus principales líderes fueron cómplices silenciosos de lo que allí sucedía. En ese pantano, entró, esta semana, el candidato presidencial opositor, Alberto Fernández. La manera en que maniobró para evitar sumergirse tal vez permita entender mucho de la lógica que, en este y otros temas, guía la conducta de Fernández.
Todo empezó el jueves, cuando Michelle Bachelet difundió un informe estremecedor sobre la represión que ejerce el régimen de Nicolás Maduro. Bachelet fue una víctima de la dictadura pinochetista. Su padre, un militar, fue asesinado. Ella y su madre fueron detenidas, torturadas y luego debieron exiliarse. Varios años después, Bachelet fue electa, y luego reelecta, presidenta de su país. Ahora es la alta comisionada de las Naciones Unidos para los Derechos Humanos. Esta semana, en Ginebra, Bachelet presentó un informe lapidario sobre la situación de los derechos humanos en Venezuela.
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