No hace falta repasar el último siglo de mezquindad sociológica que los argentinos se han prodigado para volver a un lugar común doloroso: la confirmación de los brillos individuales y la incapacidad no ya de funcionar como una república que sintetice los valores de la libertad y la igualdad, sino de vivir lejos de la anomia y de los peores vicios de la civilización.
Acaso este sea el mayor contraste entre la Argentina y el extraordinario seleccionado que la representa en el Mundial de Básquet, un plantel sin demasiadas súper estrellas internacionales pero con un sentimiento colectivo tan hondo como conmovedor.
Luis Scola dice que hace por lo menos tres años que Argentina juega así, y que por lo tanto no deberíamos asombrarnos. Y tiene razón aunque parcialmente, porque los demás juegan, y cómo. Incluso, poseen plantillas cargadas de una dosis muy superior de experiencia y talento individual.
Es que Argentina debería haber salido a festejar a grito pelado la posible obtención de la medalla de bronce y, sin embargo, ya aseguró la de plata. Y la emoción nos embarga a todos porque sentimos que, más allá de la excelencia deportiva, encandila el espejo que ofrecen estos leones cargados de los valores humanos más nobles que conocemos.
Sergio Hernández declaró que no esperaba dominar durante todo el trámite a Francia, pero pecó de humildad: lideró el equipo de un modo notable, y su flexibilidad para dirigirlo y su genio para planificar la estrategia defensiva fueron excepcionales.
“Esto es lo que somos”, propone Luifa. “Habrá que dejar de sorprenderse con nuestros jugadores y entender que son buenos”, replica Sergio. Buenos, buenísimos, excelentes o regulares -hay de todo- se potencian en conjunto y parecen héroes salidos de un filme idealista de Frank Capra. Pero no caminan solos por la vida.
Contra Francia, selección a la que Argentina venció por 80 a 66, Campazzo fue un relojito que dominó la ofensiva con control y con magia, además de dar una cátedra en el costado defensivo. Las excusas para que no juegue en la NBA son, ya, ridículas.
Vildoza sorprendió desde el banco, y Deck tuvo un partido notable. Pero fue Scola -capitán inoxidable, segundo máximo anotador en la historia de los Mundiales y ejemplo positivo de unión entre todas las generaciones que nunca le dijo “no” a su país- quien a los 39 años anotó 28 puntos y capturó 13 rebotes a lo largo de 34 minutos en los que, como si fuera poco, metió triples con la naturalidad de Andrés Nocioni.
Enfrente, Francia fue una sombra de sí mismo y, así como Facundo opacó el brillo de Evan Fournier y el entrenador galo fue presa de un esquema rígido, Batum, quien juega en la NBA hace 11 años, anotó tres puntos, la misma cantidad que Rudy Gobert, el mejor jugador defensivo del mundo.
Ahora, Argentina disputará la final -el domingo, en Beijing, a las 9 de la mañana- contra una España cuyo básquetbol normalmente padece, que no tendrá ni al triplero Nikola Mirotic ni a Serge Ibaka, un ala-pívot de élite, pero que contará con el talento del entrenador Sergio Scariolo y con la jerarquía de un plantel que defiende como los dioses y que tiene en Marc Gasol, en Sergio Llul, en Rudy Fernández y en Ricky Rubio a monstruos sagrados del planeta FIBA.
Ya es suficientemente sorprendente que Estados Unidos no esté en el podio. La última vez que eso sucedió, cuando salió tercero en el Mundial de 2002, los medios norteamericanos hablaron de “emergencia nacional”. Otro tipo de emergencia -una positiva, para variar- se vive en la Argentina, un país huérfano de fraternidad que sabe que, suceda lo que suceda, para este plantel adorable el oro es un estado del alma.
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