El éxtasis argentino: Messi y la Selección, obligadas a sobrevolar Buenos Aires en helicóptero

¿Cómo se mide la frustración acumulada de una sociedad? Argentina tal vez haya encontrado la respuesta. Solo así se entiende que millones (decir “millones” da un poco de vértigo) de personas se hayan sumado a un extraordinario movimiento de catarsis colectiva como el de este martes para recibir a la selección campeona en Qatar. Buenos Aires vivió el mayor evento de movilización popular de su historia, y eso es mucho decir en un país que ha forjado su identidad política en la calle. El peronismo es hijo de esa construcción, y aún así no logró jamás lo que Lionel Messi y el resto de los jugadores de la Albiceleste consiguieron cuando vencieron a Francia el pasado domingo en el estadio Lusail y cruzaron el Atlántico con el trofeo dorado. Buenos Aires colapsó de gente necesitada de buenas noticias, de días de fiesta, de fe en el futuro (todos lugares comunes), un remedio contra el “Argentina es una mierda” que tanto la aflige. Por un día, los argentinos se sintieron, como tantas otras veces, el centro del mundo.

Las celebraciones por el Campeonato estuvieron cerca de morir de éxito. El autobús con los jugadores salió al mediodía desde el predio que la AFA tiene a 6 kilómetros del aeropuerto internacional. Dos horas tardaron los jugadores el lunes por la noche, a su arribo, en abrirse paso entre la multitud que la esperaba, presagio de lo que la esperaba horas más tarde, durante la recorrida definitiva. Las dudas sobre la ruta más segura enloqueció a los jugadores y a la multitud. Una hora después de la partida, desde la AFA ya se había descartado la posibilidad de saludar a los hinchas en el Obelisco, ante el peligro de quedar atrapados en un mar de almas. Se buscó una ruta alternativa por la 25 de mayo, una autopista elevada que desemboca en la 9 de julio, esa avenida tan porteña. Bastó el rumor para que cientos de miles invadieran ese balcón que parte la ciudad en altura.

La selección argentina dentro del helicóptero que los trasladó.
La selección argentina dentro del helicóptero que los trasladó.MATIAS BAGLIETTO (AFP)

“Saben si pasan por acá”, preguntaban los hinchas a los periodistas. “Eso no lo sabe ni el chófer del autobús”, recibían como respuesta. “Lloro diez minutos porque pasan, lloro diez minutos porque no pasan. Estoy desesperado”, gritaba un joven pintado el rostro de celeste y blanco. “¡Les pido por favor que pasen! ¡Los queremos ver!, decía una mujer. Y en esas invocaciones los argentinos se vieron una vez más a sí mismos. Capaces de provocar grandes movimientos sísmicos, luego sufren cuando deben administrar las réplicas. ¿Quién ordena el desborde? La multitud se movía como esos cardúmenes que quieren simular poder ante el pez grande, buscando el punto donde, habían escuchado por ahí, pasarían Messi y la Copa del Mundo.

Los medios locales especulaban con las cifras. Un millón, dos millones, tres millones de personas. Los más osados hablaron de cuatro millones, un número que supera a la población de la ciudad de Buenos Aires cuando se deja fuera del cálculo el extrarradio. Difícil lanzar cifras como confetis cuando no se tienen precedentes. Cuando el futuro presidente Raúl Alfonsín cerró su campaña electoral en la avenida 9 de julio en octubre de 1983, se habló de un millón de personas. La política no movió nunca más semejantes multitudes, apagada la pasión democrática. En 1986, Diego Maradona, en la cúspide de su camino al cielo, no tuvo problemas en alcanzar junto a sus compañeros la Casa Rosada. Salió al balcón con la copa en la mano y con los brazos en alto saludó a la multitud. El martes eso no fue posible. Por las aglomeraciones y porque los jugadores nunca estuvieron del todo de acuerdo con la invitación del presidente, Alberto Fernández, para repetir aquella postal que fue icono de la democracia naciente.

Fanáticos se reunieron en la autopista 25 de mayo en su intersección con la Avenida 9 de Julio en de Buenos Aires.
Fanáticos se reunieron en la autopista 25 de mayo en su intersección con la Avenida 9 de Julio en de Buenos Aires.ALAN EIDELSTEIN (EFE)

El autobús avanzaba a paso de hombre por la autopista Riccheri, la arteria que conecta con Ezeiza. Mientras la policía, la AFA y el Gobierno se desgañitaban por encontrar una solución al entuerto de la multitud, la gente apostaba por el mejor sitio donde cruzarse con los jugadores. La incertidumbre terminó por dispersar a la gente por distintos puntos de la ciudad. Hasta la zona del Obelisco lució por momentos menos concurrida que el cruce de la autopista con la 9 de julio. Los jugadores, en el limbo del éxtasis, parecían ajenos al caos, aún bajo el sol ardiente. Messi tomaba gaseosa desde una botella de plástico cortada a la mitad, Rodrigo De Paul subía vídeos a sus redes sociales y Ángel Di María charlaba con Nicolás Otamendi. Hasta el entrenador, Lionel Scaloni, abandonó sus formas sacerdotales y con los brazos en alto arengó a la multitud arremolinada.

La tensión fue constante. Todos se sabían actores de un acontecimiento histórico, pero el riesgo del desborde lo atravesaba todo. Argentina había ganado la Copa del Mundo después de 36 años, en el último Mundial de Lionel Messi, el dios pagano que cerca estuvo de quedarse con las manos vacías. Eran protagonistas además de un extraordinario ejercicio de desahogo. La crisis económica arrecia y la política no está a la altura de las circunstancias. En la crisis de 2001, la del corralito, el ambiente era de arremangarse y trabajar por salir del agujero. Los argentinos viven 20 años después un descenso lento pero persistente, una agonía que los políticos miran desde el ring de sus propias disputas. Y entonces llegó Messi y la posibilidad de una causa común: el fútbol.

Cuando se acercaban las tres de la tarde comenzó a soplar una brisa fresca sobre las avenidas cargadas de gente. “Muchachooos…”, sonaba otra vez como un mantra el himno de la hinchada argentina en Qatar. Al final del día, fue un éxito en el caos. Una mano invisible ordenó lo que pudo ser una catástrofe; esa era la sensación ante tanto desborde. Pero no hubo incidentes ni peleas, nadie cayó de un balcón ni atacó a la policía. “Messi y la Copa están en casa”, titulaban los noticieros, una casa que se llenó de tanta gente que casi deja a los agasajados afuera.

Federico Rivas Molina
Es corresponsal de EL PAÍS en Argentina desde 2016. Fue editor de la edición América. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires y máster en Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona.

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